lunes, 27 de noviembre de 2017

call me baby

Si su pareja le llama por otro nombre, es que le quiere

La neurociencia dice que son simples confusiones del cerebro entre la gente que le resulta más importante. Claro que si todavía guarda ahí a su ex.

¿Quién no se ha visto intentando encajar (con elegancia) cómo su jefe le llamaba por el nombre de su antecesor? ¿O a su pareja llamándole por el nombre de su ex? Aunque ocurran con frecuencia, escenas como estas no dejan de ser violentas... e incómodas. Y es que no es extraño que en una reunión familiar llamemos a nuestro tío con el nombre del abuelo, o que bauticemos de nuevo al sobrino de 19 años. Parte de su explicación reside en una simple cuestión de probabilidades, "ya que los nombres de los seres queridos son los que usamos con más frecuencia", apunta Juan Moisés de la Serna, doctor en Psicología y especialista en Neurociencias y Biología del Comportamiento, quien asegura que "el cerebro está continuamente equivocándose al seleccionar la información o al recuperar unas huellas de memoria y no otras. Lo que ocurre es que suele pasar desapercibido".
En este sentido, David Rubin, profesor de Psicología y Neurociencias de la Duke University (Durham, EE UU), decidió investigar las razones por las que alguien comete un lapsus linguae. Para ello, realizó una encuesta a 1.700 personas a las que se les preguntó si en alguna ocasión se habían equivocado al referirse a otra persona, y si ellas mismas habían sido objeto del desliz. A continuación, se les pidió que explicaran la relación existente entre los individuos o animales cuyos nombres habían intercambiado. Las conclusiones del trabajo, que fueron publicadas en la revista Memory and Cognition, establecían que el origen del fallo se debía al modo en que archivamos la información.
Los investigadores constataron que la confusión más habitual tenía lugar en el entorno familiar, y en concreto, se detectó que eran las madres las que más erraban, por encima de los desaciertos de los padres. Sin embargo, lo más llamativo de la encuesta fue que, en muchas ocasiones, el nombre que "se colaba" entre los escogidos no era el de un miembro de la familia, sino el de la mascota que convivía con ellos. Eso sí, en ningún caso eran gatos, siempre escogían un perro.
¿Por qué nombres de animales como Toby o Chusky pertenecían al mismo círculo que el de los humanos de la casa? La conclusión a la que llegaron es que el cerebro guarda los datos en forma de grupos o redes. Así lo explica el neurólogo Marcelo Berthier, director de la Unidad de Medicina Cognitiva y Afasia del Centro de Investigaciones Médico-sanitarias (CIMES) de la Universidad de Málaga y miembro de la Sociedad Española de Neurología (SEN): "Utilizamos el hemisferio cerebral derecho para reconocer las caras familiares, mientras que empleamos el izquierdo para los nombres propios. Así, cada vez que nombramos a alguien, realizamos un proceso de integración entre ambas funciones".
Aunque este ejercicio no entrañe grandes dificultades, reconoce Berthier, es susceptible de que en su ejecución se produzcan desajustes, lo cual "es un fenómeno muy común entre sujetos sanos", asevera el experto. "Cuando queremos mencionar a alguien, activamos el nombre de esa persona y también los nombres 'vecinos', es decir, todos aquellos que están relacionados semántica o fonológicamente entre sí", aclara el neurólogo. Y claro, si alguna vez se le escapa el nombre de su ex, puede que todavía lo tenga más presente de lo que piense.
Estos grupos actúan como huellas de memoria, las cuales se crean con multitud de estímulos y van creciendo a medida que aumenta la información del recuerdo almacenado. "Ni las caras ni los nombres, por sí solos, significan nada. Todas esas huellas se conectan entre sí de forma que pueden estar relacionadas fonológicamente, por categorías o por significado", argumenta De la Serna.
El sistema de almacenaje por carpetas facilita el posterior acceso a la información, ya que la mente siempre trata de optimizar recursos. Una de las formas que tiene para hacerlo "es establecer categorías según la relevancia emocional, la utilidad o la proximidad", señala el psicólogo. Y añade: "Cuanto más fuerte sea la huella, es decir, cuanta más información contenga, más fácil será recuperarla".
Así describe Berthier este proceso: "Cuando una madre quiere llamar a sus hijos, su cerebro activa el nombre de todos ellos, incluso el de su mascota". Ahora bien, ¿qué es lo que determinará el orden en el que van a ir saliendo de su boca? "El nombre que recibe mayor activación cerebral será el primero que pronuncie", asegura el experto, que recuerda que cuando vamos a nombrar a un ser querido, "no solo recurrimos a la red semántica o fonológica que los relaciona, ya que en estos casos también entran en juego las emociones ubicadas en la amígdala, una estructura localizada en el lóbulo temporal del cerebro".
En esta recaptación de datos también influye la frecuencia con la que empleamos "la huella" que buscamos. Esto significa que una de las razones por las que el estudio afirma que las madres equivocan el nombre de sus hijos más a menudo que los padres es porque, en general, "las interacciones madre-hijo son cuantitativamente mucho mayores y por ello la posibilidad de errar también aumenta", sostiene De la Serna, y añade que "cuando se equivoca un amigo o un desconocido, no prestamos mucha atención, pero cuando es nuestra madre, nos sorprende e incluso nos puede llegar a molestar".
El misnaming (confusión de nombres) no supone una falta de educación o tacto, y De la Serna lo justifica con estas dos razones: "En primer lugar, puede deberse a un problema en el momento de archivar el dato. Esto sucede cuando nos presentan a alguien y no prestamos la suficiente atención. Más adelante, a duras penas recordamos por qué letra comienza su nombre. Y por otro lado, también puede deberse a una interferencia que interrumpe la recuperación de la información, lo cual es un fenómeno relativamente normal, sobre todo cuando nos sentimos presionados".


  De elpais.com

lunes, 20 de noviembre de 2017

tu horario de trabajo

Las personas matutinas no deberían trabajar de noche, ni las vespertinas de día, por tomar decisiones impulsivas.

Un estudio realizado en la Universidad de Granada (UGR), en colaboración con la Universidad de Bolonia (Italia), advierte de la necesidad de ajustar las preferencias circadianas de cada persona (esto es, si es matutina, vespertina o intermedia) a sus horarios de trabajo, ya que cuando un trabajador se somete a horarios que no encajan con su preferencia circadiana (por horarios impuestos) puede ver afectada su capacidad de tomar decisiones, debido a una falta de control cognitivo que provoca impulsividad.
Los ritmos circadianos son cambios físicos, mentales y conductuales que siguen un ciclo aproximado de 24 horas y que responden, principalmente, a la luz y la oscuridad en el ambiente en el que vive un organismo. Estos ritmos afectan al estado emocional y al control cognitivo de las personas, que es la posibilidad de regular exitosamente y de modo deliberado la intensidad, las circunstancias provocadoras de emociones. A su vez, la toma de decisiones de un sujeto está afectada por factores psicológicos como el estado emocional o el control cognitivo.
Los investigadores de la UGR, pertenecientes al Centro de Investigación “Mente, Cerebro y Comportamiento” (CIMCYC), junto con los de la Universidad de Bolonia, han evaluado la preferencia circadiana (es decir, si los participantes eran matutinos, vespertinos o intermedios) para conocer la influencia de la hora del día y la preferencia circadiana en la toma de decisiones interpersonales medida mediante un juego económico que los participantes realizaban en un ordenador.
En el estudio participaron 64 estudiantes italianos de ambos sexos, pertenecientes a la Universidad de Bolonia, de los que 32 eran matutinos y 32 vespertinos.
A todos ellos se les planteó un juego que consistía en aceptar o rechazar ofertas propuestas por un compañero virtual. Lo racional en este juego sería aceptar todas las ofertas, ya que aceptar implica que cada uno de los jugadores se queda con la cantidad propuesta, mientras que rechazar implicaría que ninguno de ellos se llevaría nada.
Una vez seleccionados los participantes, en función de su preferencia circadiana extrema (matutino y vespertino), se les citó en dos momentos temporales (por la mañana y por la tarde) para que realizaran una prueba de control cognitivo y la prueba principal de toma de decisiones. Además, se tomaron en cuenta marcadores corporales como la temperatura para verificar que realmente se encontraban en sus momentos óptimo-no óptimo del día. De esa manera, los científicos comprobaron cómo estos se comportaban en su hora óptima del día y en su hora no óptima.
Los resultados demostraron que los participantes mostraron una desviación de la racionalidad, rechazando las ofertas injustas. Además, los matutinos invirtieron más tiempo en tomar las decisiones que reflejaban más incertidumbre (las que no eran claramente justa o injustas).
A la luz de los resultados de su trabajo, dos sus autores, los investigadores de la UGR Ángel Correa Torres y Noelia Ruiz Herrera, afirman que, cuando somos sometidos a horarios que alteran nuestro ritmo circadiano, podríamos tomar decisiones de manera más impulsiva, lo que podría afectar a la calidad de nuestras acciones y por supuesto, actuar en contra de nuestro propio beneficio. Además, afirman que existe una diferencia entre estilos de toma de decisiones entre matutinos y vespertinos, ya que los matutinos invierten más tiempo en meditar las decisiones.
Los autores advierten, por tanto, de la necesidad de conocer la preferencia circadiana para ajustar a los trabajadores a sus horarios de trabajo. De éste modo las empresas mantendrían una ventaja ya que se podrían adaptar de manera más adecuada los horarios de trabajo para aprovechar los picos de rendimiento óptimo de cada trabajador.


de psiquiatria.com

lunes, 13 de noviembre de 2017

publicidad infantil y obesidad infantil

Así es como la publicidad engorda a los niños

Los últimos estudios revelan los trucos que emplea la industria alimentaria con los más pequeños

Los niños gordos son una inversión en ventas futuras” es una de las conclusiones de una reciente edición especial que la revista médica The Lancet le dedicó a la epidemia de obesidad. El exceso de peso se ha convertido en una losa terrible, asociada a todo tipo de dolencias y enfermedades que acortan la vida, y que ningún país logra conjurar. Un mal que se inocula cuando todavía somos niños y que se transmite con especial virulencia a través de la pantalla: la tele (y ahora también internet) engorda.
 “Son muchísimas las evidencias científicas del gran poder de influencia que la publicidad tiene sobre la alimentación de los menores”, asegura Miguel Ángel Royo-Bordonada, investigador de la Escuela Nacional de Salud Pública y autor de numerosos estudios sobre este problema. El año pasado publicó el mayor análisis que se ha realizado sobre los anuncios que ven niñas y niños en la televisión española. “Los menores reciben 7.500 impactos al año de mensajes que les dicen que coman un producto que no es saludable, asociados además a emociones positivas, a regalos y obsequios, y que además aseguran que son más sanos cuando es al contrario”, denuncia este especialista.
El último dato que aporta Royo-Bordonada es especialmente sangrante: comestibles que son poco recomendables según criterios médicos, pero que se permiten el lujo de anunciarse con reclamos nutricionales. El más frecuente, presente en la mitad de los productos que analizaron, es resaltar algún contenido en vitaminas y minerales (que además son “completamente innecesarios”, según el experto). El 80% de los alimentos que hacen eso, exhibir un único nutriente como aval de que son sanos, en realidad resultan ser los comestibles menos saludables.
Dulces como galletas, cereales de desayuno azucarados, bollería, batidos, helados y otros lácteos, cacao y golosinas, comida rápida, aperitivos salados y refrescos, todos por lo general ricos en calorías, bajos en nutrientes y con alto contenido en azúcar, grasa y sal. Un escolar de entre seis y doce años ve 25 anuncios de comida cada día y el 75% son de productos que no debería consumir habitualmente. Pero lo acaba haciendo, en muchos casos porque sus progenitores caen en “esos reclamos que confunden a los padres, que quieren comprar lo más saludable para sus hijos”. “Si se cumpliera el criterio establecido por la Organización Mundial de la Salud (OMS), habría que retirar de las pantallas tres cuartas partes de los anuncios”, denuncia Royo-Bordonada, que culpa a una dejación de responsabilidad de las autoridades sanitarias españolas por dejar que la industria se autorregule.
En el estudio Aladino de 2015 (PDF), que analiza la evolución del índice de masa corporal (IMC) entre los menores, se observa que el 41,3% de los críos entre 6 y 9 años tiene sobrepeso u obesidad (el porcentaje de obesos, la situación más grave, está estancado desde 2011). En ese trabajo de referencia se señala que disponer de televisión en el dormitorio, así como dedicarle más de dos horas diarias, es un factor notablemente asociado a la obesidad. Son muchos los estudios que muestran esa correlación directa: a mayor consumo de tele, más ingesta de calorías y mayor peso. Un detalle revelador es que el 71% de los menores españoles come delante de una pantalla, un hábito poco saludable. Los expertos advierten de que los niños tienden a difuminar y disminuir las diferencias entre la publicidad y los programas normales.
En su último número, Gaceta Sanitaria publicaba un estudio que muestra cómo los productos de alimentación menos saludables son los que más se dirigen a la población infantil. El 82% de los anuncios de alimentación procesada destinados a niños y niñas publicitan productos con un contenido elevado de sal, grasas o azúcares refinados, frente al 33% de la publicidad dirigida a la población adulta. Los 1.880 anuncios analizados, emitidos por Telecinco y Canal Sur, dejaban claro que los spots dirigidos a menores cuentan con más trucos publicitarios (fantasía, regalos, animación…) “con la intencionada estrategia de esconder o manipular la información nutricional del producto”, advierten.
“Hay que proteger a los que no pueden defenderse ante una publicidad que anima al consumo irracional muy especialmente a las personas más vulnerables, que son los niños y las niñas”, defiende Cecilia Díaz, investigadora de la Universidad de Oviedo y coordinadora de la Encuesta Nacional de Hábitos Alimentarios de los españoles. “Los menores son más vulnerables, no cuentan con las suficientes defensas de conocimiento racional para darse cuenta de que les están llevando hacia consumos no siempre apropiados y con frecuencia innecesarios”, asegura Díaz, que además es vicepresidenta del comité científico de la Agencia de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición en España (AECOSAN).
"Se ha calculado que hasta un tercio de los niños con sobrepeso y obesidad no lo serían si no estuvieran expuestos a la publicidad alimentaria", afirma Marta Moreno, profesora de medio ambiente y sociedad de la UNED. Moreno explica que un número creciente de estudios relaciona la exposición a los anuncios con el consumo de los alimentos anunciados, además de que el abuso de las pantallas supone una interferencia con los patrones normales del sueño, "un conocido factor de riesgo para la obesidad".
Por ejemplo, un estudio británico encontró que por cada hora adicional de televisión observada los fines de semana con cinco años aumentaba en un 7% el riesgo de obesidad en la edad adulta. Moreno pone otros ejemplos: en Nueva Zelanda se siguió a 1.000 sujetos desde el nacimiento hasta los 26 años y se encontró una asociación entre la televisión consumida entre los 5 y los 15 años y el índice de masa corporal. Del mismo modo, un estudio escocés con 8.000 niños observó que los niños de tres años que veían más de ocho horas de televisión a la semana tenían un mayor riesgo de obesidad al llegar a los siete años. "Numerosos estudios estadounidenses han obtenido resultados similares", añade la socióloga.
¿Tan poderosa es la publicidad? Un revelador estudio sobre el “efecto de los 30 segundos” mostró la gran influencia que puede tener un simple anuncio en los pequeños. Se mostró a dos grupos de menores de entre dos y seis años unos dibujos animados, con la única diferencia de que un grupo vería el anuncio publicitario de un producto alimenticio. Al terminar la sesión, se pidió a niñas y niños que eligieran entre distintas parejas de comestibles: los que vieron los comerciales eligieron los productos promocionados en mayor proporción. Otro truco que funciona: en el Reino Unido, tres cuartas partes de los progenitores reconocen que han comprado comestibles a sus hijos por el regalo que incluía.
A esto se suma la irrupción de internet en la vida de los escolares, que han desplazado su atención de la tele a YouTube y otras plataformas digitales en tabletas, ordenadores y móviles. La OMS acaba de publicar un informe dirigido a los países europeos para que tomen medidas frente al márketing digital que sufren los menores en estos países, ya que es un fenómeno mucho más difícil de controlar y frente al que están más desprotegidos. El informe asegura que la continua falta de una regulación eficaz en este ámbito amenaza los esfuerzos de los responsables políticos para detener la creciente epidemia de obesidad infantil. Y pone ejemplos: el 80% de los reclamos digitales que más impacto tenían en los escolares británicos eran de productos malsanos, cuya publicidad está prohibida en la televisión. En Alemania, el 90% de los comestibles que más impacto tenían en los menores entraban dentro del perfil insalubre según los criterios de la OMS. El retorno de la inversión en anuncios digitales es cuatro veces más provechoso para Coca-Cola y Cadbury que los spots en televisión.
 “Desde la industria se asegura que los consumidores eligen libremente lo que comen. Pero la evidencia científica asegura que es justo lo contrario: los individuos están sujetos a la influencia de poderosos factores ambientales ajenos a su control, como la distribución en masa, la disponibilidad, los precios baratos y la publicidad intensiva”, afirma Royo-Bordonada. De este modo, van creando y estableciendo preferencias de sabores. Porque como dijo la reconocida antropóloga Margaret Mead: “Es más fácil cambiar la religión de alguien que su dieta”. Y como denunciaban en The Lancet, la industria alimentaria lo sabe bien y por eso invierte en los hábitos de los niño

de elpais.com

lunes, 6 de noviembre de 2017

arriésgate y equivócate

¿Qué le pasa a tu cerebro cuando te equivocas?

Que la actividad neuronal sea beneficiosa ante un error depende de una decisión nuestra. Veamos cuál.


¿Por qué hay personas que les fascinan los retos y otras que prefieren evitar cualquier desafío para no equivocarse? Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Stanford, dio la respuesta con una clasificación muy sencilla. Todos podemos tener dos tipos de mentalidades: una orientada al crecimiento y otra fija.
Las personas con “mentalidad de crecimiento” piensan que el éxito depende del esfuerzo, del trabajo o de sudar la camiseta. Sin embargo, las personas con “mentalidad fija” creen que depende de habilidades innatas y tienen urticaria ante cualquier error. “Si no se ha nacido con dichos dones, ¿para qué intentarlo?”, se plantean. Curiosamente, el hecho de decantarnos por una o por otra no depende de cuestiones genéticas, sino de educación, como demostró Dweck con alumnos de once años y después de que hicieran un trabajo difícil. A aquellos a los que les reconoció que su éxito dependía de su esfuerzo, se atrevían después con otro desafío aún más difícil. “Total, si me equivoco, no importa”, pensaban. Sin embargo, a los niños que se les dijo que lo habían conseguido porque eran muy listos o muy inteligentes, cuando el reto iba en aumento, preferían no intentarlo… “¿Para qué probar suerte y equivocarme? Mejor me quedo como estoy y así sigo demostrando que soy inteligente”, era el pensamiento que lo resumía.
Este resultado resulta muy desconcertante. Siempre se ha dicho que es bueno reforzar la autoestima de nuestros hijos con el verbo “ser”, ser muy buen chico, muy listo… Sin embargo, como ha comprobado Dweck, con esta técnica corremos el riesgo de reforzar también la mentalidad fija. Cuando esto ocurre, no se encaja el error y se evita cualquier desafío que nos haga salirnos de nuestra zona de confort, como también ha comprobado la neurociencia.
Jason S. Moser y sus colegas en la Universidad de Michigan State han descubierto qué nos ocurre en nuestro cerebro cuando nos enfrentamos a una equivocación.Dependiendo de si nuestra mentalidad es de aprendizaje o fija, la actividad neuronal ante un error será más activa o menos. En otras palabras, cuando pensamos que podemos aprender, si nos equivocamos, se despierta un intenso baile neuronal para identificar causas, patrones o aprendizajes que nos sirvan para un futuro (color rojo de la imagen). Sin embargo, si nuestra mentalidad es fija, ante una equivocación, echaremos balones fuera, nos justificaremos con mil y un argumentos y nuestra actividad neuronal para encontrar razones para el aprendizaje quedará un tanto dormida (color verde). Y todo ello no depende de la edad. Según Dweck, el 40 por ciento de las personas tienen “mentalidad de crecimiento”; otro 40 por ciento, su “mentalidad es fija” y el resto, dependiendo del momento.
¿Qué podemos hacer? Lo primero de todo, revisar la educación. Comencemos a valorar el esfuerzo y no solo las habilidades innatas. Si queremos que nuestros hijos se enfrenten con seguridad a los desafíos, es mejor que vivan el error de una manera constructiva y no evitándolo a toda costa. Por ello, tengamos cuidado con los reconocimientos que hacemos e incluyamos también el concepto de trabajo y no solo el ser un niño o niña muy lista o inteligente.
Segundo, asumamos que nuestro cerebro es plástico, que somos capaces de crear nuevas conexiones neuronales si comenzamos a proponérnoslo. Por ello, reflexionemos qué tipo de mentalidad tenemos (de manera sincera, que no siempre ocurre). Si solemos buscar excusas ante los desafíos, comencemos a darnos cuenta de que la mayor parte de las personas que encajan los fracasos mejor que nosotros tienen “mentalidad de crecimiento”, que esta no es innata y que se puede desarrollar a cualquier edad. Por tanto, no valen las excusas.

de elpais.com