lunes, 30 de octubre de 2017

quítate esa capucha!


Vestir sudadera con capucha le puede meter en líos


Es lo que se desprende de un nuevo estudio sobre el modo en que los trajes condicionan la realidad

El hábito sí hace al monje. Al menos, mientras lo lleva puesto, porque un estudio de la Universidad de McMaster (Canadá) concluye que usar un uniforme de las fuerzas de seguridad cambia la forma en que el cerebro procesa la información. “El de policía reúne el efecto de poder, de fuerza, de orden y de ley, aunque el mismo halo lo podemos ver en personas que acuden a trabajar en traje, cuando no es su prenda habitual de vestir”, explica Manuel Nevado, docente del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid.
El equipo de neurocientíficos cognitivos que han publicado el estudio sugiere que el simple hecho de ponerse un uniforme afecta automáticamente a la percepción que tenemos sobre los demás, creando un sesgo hacia aquellos considerados de bajo estatus social. “El doctor Philip Zimbardo ya realizó algo similar con efectos realmente dañinos para todos los participantes en sucélebre estudio de la Universidad de Stanford (EE UU, 1971). En este experimento sometió a un grupo de estudiantes universitarios, cuya participación fue voluntaria, y simuló una prisión en la que unos actuaban como presos (con la indumentaria propia) y otros como policías (utilizando los uniformes correspondientes). Las humillaciones, el exceso de poder y las vejaciones por parte del segundo grupo hicieron que Zimbardo tuviera que parar el estudio a los pocos días de iniciarse”, rememora Manuel Nevado.
En este sentido, el psicólogo Antoni Martínez matiza que aunque los uniformes poseen un determinado simbolismo cultural, y condicionan a actuar de una manera, esta puede variar según el individuo que lo porta: "Algunos relacionan el traje de la Policía con un funcionario que vela por el bien común, mientras que otros lo pueden percibir como una parte del mecanismo opresor del Estado". 
Los investigadores canadienses hilaron más fino en su ensayo: al ponernos un traje de policía, nos llaman más la atención los individuos vestidos con sudaderas. "Sabemos que la ropa transmite significado, y que el chándal con capucha se ha convertido hasta cierto punto en un símbolo de menor nivel social y juventud", explica Sukhvinder Obhi, uno de los autores. "Hay un estereotipo que vincula las sudaderas con la delincuencia y la violencia, y se activa en mayor medida al ponerse el uniforme de policía. Y estos prejuicios atencionales hacia ciertos grupos de personas pueden llegar a ser problemáticos".
“Los uniformes siempre cambian nuestra perspectiva, porque tenemos una memoria de fantasía común, según la cual asignamos roles, valores y actitudes en función de la vestimenta. ¿Cómo nos influye ver a un director de banco con coleta y vaqueros? ¿O a un mecánico en traje de Armani?  Los conocimientos y la sabiduría no dependen del vestuario, pero la concepción social predispone a dar por hecha una mayor o menor competencia laboral en función al uniforme que luzca”, concluye Manuel Nevado.

de elpais.com

lunes, 23 de octubre de 2017

la verdad de la mentira

Si dice más de dos mentiras al día, tiene un problema

Narcisistas, manipuladores, inseguros, maquiavélicos y hasta sociópatas. Estos son los perfiles, según la ciencia, de las personas que más embustes nos cuentan

La mentira forma parte de nuestra realidad cotidiana, ha inspirado narraciones, canciones y películas, y aun así nos sigue desconcertando: nunca es fácil descubrir una trola bien contada. Todos en algún momento recurrimos a ella —un estudio de la Universidad de Virginia (EE UU) determinó que la mayoría soltamos dos mentiras al día, mientras que otro, de la Universidad Estatal de Michigan (EE UU), tras analizar a 1.000 ciudadanos, estableció una media de 1,65 embustes diarios—, pero no cabe duda de que unos recurren a la falsedad con más frecuencia que otros. Psicólogos y psiquiatras han trabajado para desenmascarar a estos mentirosos habituales, tanto que es posible dibujar un retrato robot y enumerar sus motivaciones.
Para desenredar el ovillo, es preciso conocer qué tipos de mentiras existen y qué motivación hay detrás de ellas. “Existen mentiras descaradas, exageraciones, mentiras sutiles; otras que persiguen el beneficio personal pero no quieren dañar aunque dañen; las que sí esconden el interés de perjudicar o las que, por el contrario, llamamos altruistas o generosas porque intentan evitar algo desagradable e inútil a los demás”. explica la psicóloga María Jesús Álava Reyes, autora de La verdad de la mentira. “Están las mentiras sociales, más inocuas, o las narcisistas, que pretenden eludir el sentimiento de vergüenza, las más psicopáticas, que gratifican al que miente, las patológicas de aquellos que rechazan visceralmente la realidad, las que se dan en situaciones críticas y persiguen salvar la vida, las que se cuentan para dar pena y manipular a los demás, las egoístas, las mentiras falsas y las que forman parte del trabajo, en el caso de los espías o las mentiras de quienes están sometidos a la exposición pública, como los políticos”.
En 2015, investigadores de la Universidad de Ciencias Sociales y Humanidades de Breslavia (Polonia) estudiaron las motivaciones que hay detrás de las mentiras. Partieron de dos: las relacionadas con la protección (evitar castigos, pérdida de relaciones, angustia en la otra persona o anticiparse a la crítica por la verdad) y aquellas movidas por un deseo de obtener beneficios. Estos los dividieron en beneficios egoístas (materiales), autodefensivos, ganas de agradar y de proteger a la otra persona. Finalmente, concluyeron que las motivaciones que más se repetían en el grupo de 83 personas analizadas eran las egoístas, las autodefensivas, el temor a la pérdida de una relación y el deseo de protección hacia la otra persona.

En 2010, desde la Universidad Estatal de Michigan (el estudio citado al principio) pidieron a un millar de ciudadanos estadounidenses que contaran el número de mentiras que decían en 24 horas. Entre las conclusiones halladas, el trabajo afirma que los jóvenes mienten más: cuanto mayores nos hacemos, más sinceros somos. Claro que este tipo de estudios, en los que el propio individuo reporta sus mentiras, no dejan de tener cierta ironía: nunca es posible saber cuándo el resultado es sincero.

En el estudio The many faces of lies (“Las muchas caras de las mentiras”), Bella M. DePaulo, psicóloga de la Universidad de California (EE UU), encabezó uno de sus apartados con la pregunta: “¿Qué tipos de personas mienten más fácilmente?”. Y, a modo de respuesta, explicaba: “Pensamos que las personas que dicen muchas mentiras pueden ser especialmente sociables, pues uno de los objetivos que motivan sus mentiras —como causar buena impresión o halagar a otros— pueden ser especialmente importantes para gente a la que le gusta pasar tiempo con otras personas”. Y aunque reconoce que hay una amplia variedad de mentirosos, afirma que “las personas que dicen muchas mentiras son en realidad más manipuladoras e irresponsables que la gente que dice menos mentiras. También se preocupan profundamente de lo que otros piensan de ellos, y son más extrovertidos”.
Sin embargo, la sociabilidad del mentiroso no está del todo clara. En otro estudio, la mencionada psicóloga Bella M. DePaulo defiende que “la gente que dice menos mentiras estaba más altamente socializada y reporta mejores relaciones con las personas de su sexo. Personas manipuladoras, menos sociables y con relaciones con su mismo sexo menos gratificantes son más propensas a decir mentiras”.
Como dice Judit Bembibre, especialista en Psicología Clínica, profesora de la Universidad de Granada y coautora de un artículo sobre el tema en la revista Psicothema, “la mentira es una conducta que se asocia a una emoción que no siempre es la misma”. Los expertos señalan que existe también una triada oscura formada por personas narcisistas, que mienten porque buscan justificarse a toda costa; maquiavélicas, que solo buscan su propio beneficio; y sociópatas e inadaptados que mienten por desprecio a los demás. Sin embargo, la mentira no es una estrategia que empleen en exclusiva personalidades como estas; de hecho está también muy presente en quienes tienen baja autoestima y mienten para encubrir sus fracasos. En personas inseguras que mienten para caer bien a los demás. Los introvertidos buscan mentiras muy elaboradas, sofisticadas y evitadoras de situaciones que les resultan incómodas.
Otro grupo de embusteros estaría formado por aquellos que no pueden evitar mentir: los compulsivos. Practican lo que la ciencia denomina pseudología fantástica, mitomanía o mentira patológica, que, según un estudio de Bryan H. King, psiquiatra de la Universidad de California Los Ángeles (EE UU), tiene como características esenciales que las historias no son del todo improbables, son duraderas, no se cuentan para obtener un beneficio y tampoco son delirios, ya que el mentiroso sabe distinguirlas de la realidad. En sus resultados, el doctor King determinó que un 40% de los mentirosos compulsivos tienen una disfunción en el sistema nervioso central, de la cual la impostura es un efecto secundario.

¿Y quiénes formarían el 60% restante? Otro estudio, de la psicóloga Katie Elizabeth Treanoer, de la Universidad de Wollongong (Australia), describe que serían aquellos que han sufrido a lo largo de su vida “profundas perturbaciones psicológicas, tales como la pérdida de un progenitor prematuramente”, y en los que la mentira patológica “representa un mecanismo de respuesta inmaduro y primitivo, propio de alguien que escapa de la realidad en vez de buscar el modo de acomodarse y ajustarse a ella”. Persiguen dos tipos de defensa, añade: narcisista (que busca un beneficio) y victimista (que busca refugiarse de la responsabilidad).

de elpais.com

lunes, 16 de octubre de 2017

beber para recordar

Si bebe para olvidar, pierde el tiempo: el alcohol refuerza los malos recuerdos

Un nuevo estudio pone patas arriba la vieja idea: la evasión es posible, pero, a medio plazo, las experiencias negativas se fijan en nuestra memoria

El famoso “beber para olvidar” puede haber pasado a la historia. Aunque es cierto que una buena cogorza suele implicar que al día siguiente uno no recuerde todo lo que ha hecho, las cosas malas (precisamente esas que queremos borrar de la memoria) podrían afianzarse en nuestro cerebro de una manera más férrea que si no bebiéramos.
Es lo que se desprende de un estudio publicado en la revista Translational Psychiatry, llevado a cabo por investigadores de la Universidad John Hopkins, de Baltimore (EE UU). Dividieron a ratones de laboratorio en dos grupos: uno bebió agua durante dos horas y al otro le dieron grandes cantidades de alcohol en el mismo intervalo de tiempo. Posteriormente, a ambos grupos les hicieron escuchar un sonido concreto que iba seguido de una descarga eléctrica. Al día siguiente, los roedores escucharon el mismo sonido, solo que esta vez no estuvo seguido de la descarga. Los resultados mostraron que los ratones a los que habían emborrachado tenían más miedo (recordaban mejor la descarga) que aquellos que habían bebido agua.
La conclusión del trabajo es que el alcohol perpetúa la sensación de miedo: la extinción de este recuerdo requiere de receptores del neuotransmisor glutamato (una sustancia que está relacionada con la memoria), y cuando los compuestos del alcohol se unen a estos receptores, estos interfieren en las sinapsis (comunicación neuronal), provocando que los animales que han bebido alcohol "no se acostumbren al estímulo y no olviden su mala experiencia previa", explica el neurólogo Pablo Irima, vocal de la Sociedad Española de Neurología.
Dicho neurotransmisor (implicado en la extinción del recuerdo) y la bebida no se llevan bien. “El glutamato produce rechazo al alcohol. Se suele utilizar en clínica para que los pacientes dejen de beber”, dice el psiquiatra y presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Julio Bobes.

Evade, pero no borra los traumas

Que el alcohol nos hace recordar las cosas más fácilmente era algo que ya había puesto de manifiesto un estudio de la Universidad de Texas (EE UU), en 2011. Según esta investigación, empinar el codo activa ciertas zonas del cerebro relacionadas precisamente con el aprendizaje y la memoria.

Pero aun así, la idea de que beber para es un buen modo de alejar los malos recuerdos está tan extendida que incluso el estudio asegura que la mayoría de las personas afectadas por diversos traumas (entre un 60% y un 80%) ingieren alcohol compulsivamente. “Muchos de los pacientes con estrés postraumático se emborrachan con el fin de evadirse de la situación, olvidar o dormir con más facilidad”, añade Irima. Y los investigadores concluyen: "Si los efectos del alcohol en los recuerdos desagradables son similares en los humanos, nuestro trabajo podría ayudar a entender mejor cómo funcionan estas memorias y como enfocar mejor las terapias en personas que presentan estrés postraumático". 

de elpais.com

lunes, 9 de octubre de 2017

amistad por décimas de segundo

Bastan décimas de segundo para reconocer a quien se va a convertir en su mejor amigo

La amistad también es un flechazo: cuando sentimos una rápida conexión con otra persona nuestro cerebro actúa exactamente igual que cuando nos enamoramos

ndependientemente de si tiene muchos o pocos amigos, ¿recuerda cómo entraron en su vida? Por supuesto, hay tantas formas de forjar una amistad como historias personales, pero es probable que en su currículum amistoso figuren relaciones que han surgido de la nada, como una chispa: le presentaron a una persona y usted supo de entrada —antes siquiera de que el otro abriera la boca— que iban a llevarse bien. Esas conexiones especiales y fulgurantes existen, de ahí que la ciencia, buscando una explicación, haya concluido que son como el enamoramiento: flechazos a primera vista.

Para entender el proceso hay que partir de un idea básica: a casi nadie le amarga hacer nuevos amigos. “El ser humano es sociable por naturaleza y necesita la amistad, desde que nacemos, durante todo el proceso de la vida, hasta que nos hacemos mayores”, explica Juan Cruz, psicólogo y miembro del Colegio de Psicólogos de Madrid.

Estamos, pues, predispuestos a abrir la puerta a gente que nos aporte aquello que le pedimos a la amistad. “Ese vínculo es un espacio en el que podemos mostrarnos como realmente somos”, añade Cruz. “Donde podemos expresarnos emocionalmente con confianza, con afecto, con humor. Un amigo te acepta como eres. Eso conecta con nuestra propia esencia, con nuestra autoestima”.

Un estudio publicado por la Universidad Estatal de California en San Bernardino (EE UU) ha englobado esas amistades que surgen súbitamente en el grupo de relaciones de química interpersonal, un concepto desarrollado en la última década en el terreno de la psicología, y que es “una conexión emocional y psicológica entre dos individuos”, según el estudio. Esa química, de acuerdo con los investigadores, estaría detrás de las relaciones románticas…, y de las de amistad.

Así reacciona nuestro cerebro

Para explicar los mecanismos que desencadenan esa atracción hay que recurrir a la neurología. En 2009, investigadores de la Universidad de Nueva York (EE UU) se propusieron averiguar cómo se forman las primeras impresiones y publicaron sus conclusiones en Science: cuando conocemos a alguien se activan principalmente tres zonas del cerebro (la amígdala, el córtex prefrontal y el córtex cingular posterior), que nos anticipan si nos vamos a llevar bien con él.

"Cuando conocemos a alguien, se produce una alteración en diferentes neurotransmisores, lo que provoca que tengamos una impresión muy rápida sobre si esa persona es la que más adecuadamente encaja con nosotros” (Pablo Irimia, neurólogo)

“La amígdala es una zona del cerebro que está muy implicada en la respuesta emocional, y todo lo relacionado con ella (incluyendo la amistad, los disgustos, el miedo…) la va a activar”, expone Pablo Irimia, vocal de la Sociedad Española de Neurología. “El córtex prefrontal nos permite establecer juicios sobre otras personas, sus intenciones, y nos ayuda a formular una respuesta. El córtex cingular posterior esta relacionado con la empatía con los demás”.

Las mismas áreas del cerebro se mencionan en un estudio de la Universidad de Duke (EE UU) publicado en 2014 y titulado La neuroetiología de la amistad. Este trabajo señala que elegir una amistad requiere de información de la otra persona, y establece las señales olfativas, vocales y visuales como pistas fundamentales. Exactamente igual que ocurre en el amor, como prueba el estudio La neurobiología del amor, publicado por el University College británico en 2007. De este modo, “se produce una alteración en diferentes neurotransmisores que provoca que tengamos una impresión muy rápida sobre si esa persona es la que estábamos buscando o la que más adecuadamente encaja con nosotros”, añade Irimia.


Ese patrón ideal está grabado en nuestro cerebro. Cuando este lo detecta en otra persona, suena música celestial. “Ese patrón no es improvisado”, aclara el neurólogo. “Es un proceso de aprendizaje de lo que hemos vivido en nuestra familia y entorno. Y vamos creando una imagen de cuál es la persona que en principio encajaría más con nuestra forma de ser”. Como dice el psicólogo Juan Cruz, esa imagen ideal se basa en nuestras vivencias. “La memoria tiene un papel fundamental. Cuando recuerdas experiencias positivas con seres queridos y te encuentras a personas con características similares, el cerebro lo asocia directamente con ellos. Y sentimos esa afinidad. Eso ocurre en décimas de segundo”.

de elpais.com

lunes, 2 de octubre de 2017

el karma de la bordería

El karma 'existe': ser un borde se vuelve en su contra

No tiene nada que ver con una energía espiritual, sino más bien con las neuronas espejo. Ni los médicos son inmunes

Todos los insultos y borderías que salen por nuestra boca acaban encontrando el camino de vuelta, haciendo estragos en nuestro equilibrio emocional. Como una especie de boomerang que nos devuelve el modo en que nos comportamos con los demás, una conducta faltona, grosera y maleducada nunca queda en agua de borrajas. Esta situación, que todos hemos vivido en nuestras propias carnes en más de una ocasión, ha sido objeto de estudio por parte de un grupo de investigadores de la Universidad de Tel Aviv (Israel). Arieh Riskin, líder del trabajo y director de la Unidad de Cuidados Intensivos de neonatos del Bnai Zion Medical Center de Haifa (Israel), demostró  con su equipo que los modos y la profesionalidad de los médicos de su unidad se veían mermados cuando los padres de los bebés ingresados se dirigían a ellos con una actitud grosera y maleducada. Lo cual, en última instancia, se traducía en que el tratamiento aplicado al niño empeoraba. Y su recuperación, también.
A la luz de las conductas y reacciones observadas, Riskin advierte de los riesgos que una emoción descontrolada en un entorno como el de la sala de espera de la unidad de neonatos de un hospital.

Dardos como defensa

No es difícil ponerse en la piel de unos padres cuyo bebé está en una incubadora, atravesando una situación incierta. "Sin duda, sienten un nivel de estrés muy elevado que puede acabar descargando emociones de forma inadecuada. Bajo este manejo incorrecto, existen patrones erróneos de resolución de conflictos o estrategias de comunicación emocional mal planteadas", sostiene Elisa Múgica, psicóloga clínica y codirectora del Centro Vitae Psicología (Zaragoza), quien atribuye parte de este comportamiento desmedido a una forma de defensa del individuo. "Cuando nos sentimos agredidos, solemos reaccionar de forma verbalmente agresiva", apostilla la experta.
Lo que quizá no prevemos ni calculamos la mayoría de las veces es el efecto rebote de nuestras palabras, porque las personas no somos inmunes ni a los elogios ni a los desprecios. "Somos animales sociales, y todos, en alguna medida, nos sentimos conmovidos o disgustados por los comentarios negativos, ante los que reaccionamos con hostilidad, a la defensiva, escapando o mostrando una vergüenza paralizante", apunta Múgica.
Además, no solo somos seres emocionalmente permeables, sino que actuamos como fieles espejos que devuelven lo que reciben. Es decir, solemos replicar el modo en que nos tratan y, según la experta, eso se debe a las neuronas espejo, que nos incitan a actuar de la misma forma en que lo hacen con nosotros. Y añade: "Son las responsables del bostezo contagioso, pero también de que sonriamos cuando nos dedican una sonrisa, o de que nos pongamos de mal humor cuando alguien enfadado se dirige a nosotros".

Tratando con emociones

En el caso de los facultativos del experimento citado, la amalgama de reacciones enumeradas por la experta se sintetiza principalmente en una sola: la merma en la calidad del tratamiento aplicado. En este sentido, desde la Universidad Europea de Madrid, Susana Rodríguez, coordinadora de Simulación del Departamento de Psicología, Andrés Arriaga, catedrático de Psicología y Mª Victoria Tabera, profesora del Departamento de Psicología, creen que "el profesional debe contar con las herramientas de afrontamiento suficientes para resolver con éxito situaciones como las descritas en el estudio". De hecho, "su adquisición debe ser el objetivo de su formación de Grado y especialización, ya que permiten distanciarse emocionalmente y actuar en consecuencia de modo profesional y no visceral".
Aprender a lidiar con emociones, además de hacerlo con virus, bacterias o análisis poco halagüeños, es algo que "se está potenciando en los últimos años, dada la necesidad de promover el bienestar de todos los agentes de la relación terapéutica", aseguran los tres expertos en Psicología. Y añaden: "Este aprendizaje se aborda con metodologías docentes innovadoras, como la simulación clínica de alta fidelidad, que consiste en enfrentar al estudiante (en un entorno seguro) a situaciones con elevada carga emocional, para que sea consciente de que su modo de sentir formará parte de la respuesta que va a dar al paciente".

de elpais.com